martes, 29 de marzo de 2016

¿Violencia?... de control

La violencia se manifiesta de muchas maneras, y no se circunscribe solo a la violencia física o verbal. Hay tipos de violencia que forman parte de nuestro comportamiento habitual y que damos por hecho que no son dañinas o que no es violencia, y por tanto, asumimos que son comportamientos correctos. Porque además, son comportamientos aprendidos de nuestros padres, y estos a su vez lo aprendieron de los suyos, y así durante generaciones. 
Una de las violencias más comunes, e inadvertidas, es la violencia de control, muy común en nuestras sociedades latinas, donde el machismo es un comportamiento enseñado por nuestros padres, como el comportamiento socialmente aceptado bajo patrones morales impuestos por la Iglesia, desde la época que actuaba como el primer estado y regía todos los ámbitos sociales y políticos.
La violencia de control comienza con los padres, y casi siempre, las víctimas son las hembras, las niñas, que aprenden a ser “controladas” y al crecer, repiten el patrón de “controladas” con sus parejas. Igualmente, los varones aprenden a controlar, o ser los “controladores”, y de adultos se convierten en hombres violentos que pueden empezar controlando a sus parejas hasta terminar maltratándolas físicas, verbal y psicológicamente. 
Según los estudios actuales, existen tres tipos de padres que ejercen la crianza y enseñanza de sus hijos, a través de tres estilos educativos diferentes: padres autoritarios, permisivos y democráticos. Los más dañinos son los padres autoritarios y permisivos, pero en mi opinión, los que más daño han hecho y hacen, son los padres autoritarios.


Un padre autoritario se caracteriza por el excesivo control sobre su hijo o hijos, mediante la afirmación del poder, o el clásico: “se hace así porque lo digo yo”. Generalmente la comunicación entre este tipo de padre y su(s) hijo(s) es muy pobre o nula, porque son padres que no saben cómo hablar, comunicarse o mantener un diálogo donde escuchen las ideas y sentimientos de sus hijos, que en la mayoría de los casos, ni siquiera cuentan para ellos. Esto provoca que los hijos no cuenten nada, o cuenten lo menos posible, o incluso, mientan y oculten información importante por miedo a las represalias o la reacción de sus padres. Algunos de estos padres son pocos afectuosos con sus hijos, porque entienden que las excesivas expresiones de afecto son signos de debilidad, o porque creen que el afecto “ablandará” la educación rígida que enseñan. Son padres además, que ejercen tanto control sobre sus hijos que el control actúa como una fuerte presión que en muchos casos, los hijos no resisten y terminan quebrándose en profundas depresiones o suicidios. En el mejor de los casos, les impide experimentar por sí mismos, resultando en hijos muy dependientes, inseguros, pocos espontáneos, con una autoestima baja, muy vulnerables a la presión y con tendencia a la irritabilidad y reacciones violentas, y con incapacidad de decisión y acción. Incluso, se vuelven retadores o rebeldes sin causas, o sumisos y temerosos de todos y todo, reprimidos en sus sentimientos y emociones que no saben expresar adecuadamente, y vulnerables a las drogas y al alcohol, o actitudes delictivas.

Durante generaciones y en nuestras sociedades patriarcales y machistas, hemos educado a nuestros hijos, en su mayoría, de esta manera, porque las normas morales y sociales heredadas desde hace siglos, son tan rígidas y estrictas que damos por “normal” ser “los guardianes férreos del comportamiento de nuestros hijos” para que no sean de adultos… (y aquí ponen las etiquetas que quieran y que durante años nos han repetido nuestros padres: indecentes, sinvergüenzas, descarados, prostitutas, homosexuales, amorales… y solo menciono las más suaves), o lo que es peor, “para que los demás no piensen mal de nosotros”, porque en nuestras sociedades latinas, la imagen es muy importante para ser socialmente “aceptados” por los grupos de poder social o comunitario, donde algunos ejercen una moral hipócrita al estilo de: haz lo que digo, pero no lo que hago.
Según estudios e investigaciones sociológicas actuales, se estima que uno de cada tres jóvenes cree como correcto o acepta actitudes de control hacia su pareja o de su pareja, encontrándolo como un comportamiento adecuado. Acciones tan “sencillas” como controlar con quien se relaciona nuestra pareja, leer los mensajes que recibe en su celular o chequear las llamadas recibidas, prohibirle el uso de determinado estilo de ropa o pieza de ropa, impedir que trabaje, prohibirle relacionarse con su familia o amigos, o decirle que puede o no puede hacer, forman parte de la violencia de control. Un tipo de violencia asentada en nuestra sociedad y que se encuentra en todos los estratos sociales y culturales, sin distinción.
Mientras muchos, incluidos gobiernos, alzan su voz para educar y condenar la violencia y maltrato físico hacia las mujeres, la mayoría no acaba de advertir e identificar el peligro de la violencia de control, que en muchos casos es la antesala a la violencia de género y sus fatales consecuencias. No nos percatamos que la violencia de control que ejercemos como educación paterna y que enseñamos a nuestros hijos, es la base de un controlador o de un controlado, un maltratador o un maltratado, un victimario o una víctima.  Por tanto, si realmente queremos erradicar la violencia de género, el primer paso es la educación, constante, y el primer paso dentro de la educación, es evaluar críticamente qué tipo de padres somos y si detectamos que somos un padre autoritario o controlador, debemos comenzar por educarnos a nosotros mismos. Porque lo más preocupante es que aunque los medios de comunicación siempre describan la violencia de genero desde el lado (víctima) femenino, lo real en nuestra cotidianidad es que la violencia se produce en los dos sexos, y comienza aprendiéndose de nuestros padres autoritarios, que nos enseñan a ambos, varón o hembra, a controlar como un comportamiento correcto y aceptado.

A pesar que actualmente muchas sociedades, con el apoyo de la tecnología actual, permite el libre acceso de sus jóvenes a la cultura, la educación y la información, todavía ni las sociedades, ni los padres, ni los jóvenes, se dan cuenta, ni entienden, que el respeto, la libertad de decisión y acción es un derecho exclusivo de la persona, y empieza justamente, con una educación paterna democrática. Criar y educar un hijo no es una tarea fácil, y mucho más cuando los niños vienen sin manual de instrucciones generando que eduquemos primero, basados en la educación supuestamente correcta que adquirimos de nuestros padres, donde la mayoría de ellos no tenía un estilo de educación democrático. Ejercer una educación democrática es más difícil aun porque hablamos de ser padres con alto control pero flexibles, capaces de dialogar con sus hijos acorde a su edad, que exigen responsabilidades y compromiso a sus hijos acorde también a su edad y capacidad, mantener una excelente comunicación familiar, ser preocupados y ocupados en todo lo relacionado con los hijos, enseñarlos a ser independientes, espontáneos, capaces de decidir y accionar adecuadamente, con alta autoestima y autocontrol, y la vez, ser afectuosos en todo momento. O sea, ser un padre democrático es como ser un padre de película o novela, pero no por ser difícil es irreal o imposible. 


Yo tengo una hija adolescente y ahora mi batalla es enseñarla a identificar la violencia de control y no admitirla bajo ningún concepto, aun como le digo, este tipo de enseñanza actúe en mi contra como madre, cuando intente imponer fuertes normas que controlen el espíritu adolescente a merced de las hormonas inquietas que en esta etapa lo quieren experimentar todo. Pero aprendí en este largo camino como mujer que ha enfrentado exclusión de género de todo tipo: social, profesional, en las relaciones interpersonales… que mi libertad radica en mi poder de decisión. Yo decido quien soy, como soy y adónde voy. Yo decido como vestirme, que leer, con quien relacionarme, con quien tener sexo, que oficio o profesión aprender y ejercer, que hablar, que decidir… ¡YO DECIDO! Y cuando yo decido enseñar a mi hija a decidir sin que nadie controle sus decisiones y acciones, estoy educando a una mujer que nunca será una víctima y mucho menos, una victimaria. Estoy educando a una mujer a tumbar muros y barreras de siglos de censura, prohibiciones y mojigaterías sociales y morales. Estoy educando a una mujer libre, y por tanto democrática... digo yo.

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