La violencia
se manifiesta de muchas maneras, y no se circunscribe solo a la violencia
física o verbal. Hay tipos de violencia que forman parte de nuestro
comportamiento habitual y que damos por hecho que no son dañinas o que no es
violencia, y por tanto, asumimos que son comportamientos correctos. Porque
además, son comportamientos aprendidos de nuestros padres, y estos a su vez lo
aprendieron de los suyos, y así durante generaciones.
Una de
las violencias más comunes, e inadvertidas, es la violencia de control, muy
común en nuestras sociedades latinas, donde el machismo es un comportamiento
enseñado por nuestros padres, como el comportamiento socialmente aceptado bajo
patrones morales impuestos por la Iglesia, desde la época que actuaba como el
primer estado y regía todos los ámbitos sociales y políticos.
La violencia de
control comienza con los padres, y casi siempre, las víctimas son las hembras,
las niñas, que aprenden a ser “controladas” y al crecer, repiten el patrón de
“controladas” con sus parejas. Igualmente, los varones aprenden a controlar, o
ser los “controladores”, y de adultos se convierten en hombres violentos que
pueden empezar controlando a sus parejas hasta terminar maltratándolas físicas,
verbal y psicológicamente.
Según los
estudios actuales, existen tres tipos de padres que ejercen la crianza y
enseñanza de sus hijos, a través de tres estilos educativos
diferentes: padres autoritarios, permisivos y democráticos. Los más
dañinos son los padres autoritarios y permisivos, pero en mi opinión, los que
más daño han hecho y hacen, son los padres autoritarios.
Un padre autoritario se caracteriza por el excesivo
control sobre su hijo o hijos, mediante la afirmación del poder, o el clásico:
“se hace así porque lo digo yo”. Generalmente la comunicación entre este tipo
de padre y su(s) hijo(s) es muy pobre o nula, porque son padres que no saben
cómo hablar, comunicarse o mantener un diálogo donde escuchen las ideas y
sentimientos de sus hijos, que en la mayoría de los casos, ni siquiera cuentan
para ellos. Esto provoca que los hijos no cuenten nada, o cuenten lo menos
posible, o incluso, mientan y oculten información importante por miedo a las
represalias o la reacción de sus padres. Algunos de estos padres son pocos
afectuosos con sus hijos, porque entienden que las excesivas expresiones de
afecto son signos de debilidad, o porque creen que el afecto “ablandará” la
educación rígida que enseñan. Son padres además, que ejercen tanto control
sobre sus hijos que el control actúa como una fuerte presión que en muchos
casos, los hijos no resisten y terminan quebrándose en profundas depresiones o
suicidios. En el mejor de los casos, les impide experimentar por sí mismos,
resultando en hijos muy dependientes, inseguros, pocos espontáneos, con una
autoestima baja, muy vulnerables a la presión y con tendencia a la
irritabilidad y reacciones violentas, y con incapacidad de decisión y acción.
Incluso, se vuelven retadores o rebeldes sin causas, o sumisos y temerosos
de todos y todo, reprimidos en sus sentimientos y emociones que no saben
expresar adecuadamente, y vulnerables a las drogas y al alcohol, o actitudes
delictivas.
Durante
generaciones y en nuestras sociedades patriarcales y machistas, hemos educado a
nuestros hijos, en su mayoría, de esta manera, porque las normas morales y
sociales heredadas desde hace siglos, son tan rígidas y estrictas que damos por
“normal” ser “los guardianes férreos del comportamiento de nuestros hijos” para
que no sean de adultos… (y aquí ponen las etiquetas que quieran y que durante
años nos han repetido nuestros padres: indecentes, sinvergüenzas, descarados,
prostitutas, homosexuales, amorales… y solo menciono las más suaves), o lo que
es peor, “para que los demás no piensen mal de nosotros”, porque en nuestras
sociedades latinas, la imagen es muy importante para ser socialmente “aceptados”
por los grupos de poder social o comunitario, donde algunos ejercen una moral
hipócrita al estilo de: haz lo que digo, pero no lo que hago.
Según
estudios e investigaciones sociológicas actuales, se estima que uno de cada
tres jóvenes cree como correcto o acepta actitudes de control hacia su pareja o
de su pareja, encontrándolo como un comportamiento adecuado. Acciones tan
“sencillas” como controlar con quien se relaciona nuestra pareja, leer los
mensajes que recibe en su celular o chequear las llamadas recibidas, prohibirle
el uso de determinado estilo de ropa o pieza de ropa, impedir que trabaje,
prohibirle relacionarse con su familia o amigos, o decirle que puede o no puede
hacer, forman parte de la violencia de control. Un tipo de violencia asentada
en nuestra sociedad y que se encuentra en todos los estratos sociales y
culturales, sin distinción.
Mientras
muchos, incluidos gobiernos, alzan su voz para educar y condenar la violencia y
maltrato físico hacia las mujeres, la mayoría no acaba de advertir e
identificar el peligro de la violencia de control, que en muchos casos es la
antesala a la violencia de género y sus fatales consecuencias. No nos
percatamos que la violencia de control que ejercemos como educación paterna y
que enseñamos a nuestros hijos, es la base de un controlador o de un
controlado, un maltratador o un maltratado, un victimario o una víctima.
Por tanto, si realmente queremos erradicar la violencia de género, el
primer paso es la educación, constante, y el primer paso dentro de la
educación, es evaluar críticamente qué tipo de padres somos y si detectamos que
somos un padre autoritario o controlador, debemos comenzar por educarnos a
nosotros mismos. Porque lo más preocupante es que aunque los medios de
comunicación siempre describan la violencia de genero desde el lado (víctima)
femenino, lo real en nuestra cotidianidad es que la violencia se produce en los
dos sexos, y comienza aprendiéndose de nuestros padres autoritarios, que nos
enseñan a ambos, varón o hembra, a controlar como un comportamiento correcto y
aceptado.
A pesar que actualmente muchas sociedades, con el apoyo
de la tecnología actual, permite el libre acceso de sus jóvenes a la cultura,
la educación y la información, todavía ni las sociedades, ni los padres, ni los
jóvenes, se dan cuenta, ni entienden, que el respeto, la libertad de decisión y
acción es un derecho exclusivo de la persona, y empieza justamente, con una
educación paterna democrática. Criar y educar un hijo no es una tarea fácil, y
mucho más cuando los niños vienen sin manual de instrucciones generando que
eduquemos primero, basados en la educación supuestamente correcta que
adquirimos de nuestros padres, donde la mayoría de ellos no tenía un estilo de
educación democrático. Ejercer una educación democrática es más difícil aun
porque hablamos de ser padres con alto control pero flexibles, capaces de
dialogar con sus hijos acorde a su edad, que exigen responsabilidades y
compromiso a sus hijos acorde también a su edad y capacidad, mantener una
excelente comunicación familiar, ser preocupados y ocupados en todo lo
relacionado con los hijos, enseñarlos a ser independientes, espontáneos,
capaces de decidir y accionar adecuadamente, con alta autoestima y autocontrol,
y la vez, ser afectuosos en todo momento. O sea, ser un padre democrático es
como ser un padre de película o novela, pero no por ser difícil es irreal o
imposible.
Yo tengo una hija adolescente y ahora mi batalla es
enseñarla a identificar la violencia de control y no admitirla bajo ningún
concepto, aun como le digo, este tipo de enseñanza actúe en mi contra como
madre, cuando intente imponer fuertes normas que controlen el espíritu
adolescente a merced de las hormonas inquietas que en esta etapa lo quieren
experimentar todo. Pero aprendí en este largo camino como mujer que ha
enfrentado exclusión de género de todo tipo: social, profesional, en las
relaciones interpersonales… que mi libertad radica en mi poder de decisión. Yo
decido quien soy, como soy y adónde voy. Yo decido como vestirme, que leer, con
quien relacionarme, con quien tener sexo, que oficio o profesión aprender y
ejercer, que hablar, que decidir… ¡YO DECIDO! Y cuando yo decido enseñar a mi
hija a decidir sin que nadie controle sus decisiones y acciones, estoy educando
a una mujer que nunca será una víctima y mucho menos, una victimaria. Estoy
educando a una mujer a tumbar muros y barreras de siglos de censura,
prohibiciones y mojigaterías sociales y morales. Estoy educando a una mujer
libre, y por tanto democrática... digo yo.
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