Para
Yovana Martinez, in Miami nice sin-con exorcismo final...
Amparo (1927) Isamel Nery |
Yo soy
una puta enmascarada. Un trago de licor envenenado con una víbora dentro.
Interpreto en la vida a una reina de viaje.
Nadie
lo sabe, pues vivo solapando a esta puta que me digo que soy. De miedo y de
seducción he vivido. Los espectadores que tengo me miran como una película
psicodélica, pero si supieran que en mi interior vivo ridiculizando estas
pretensiones con las que ando sobre los carriles de mi historia, me echarían a
un lado de la noche a la mañana.
A
solas, ni yo misma acabo de entender cómo no se han percatado que no soy
ninguna extraordinaria. Soy simplemente una mujer de lucha. Una mujer que viaja todos los días en un jet
israelí. Me inmolo varias veces y
abato en picada las propias trincheras que tengo a escondidas en un planeta en glaciación para que no me
descubran.
Muchos
son los que creen que soy una invitación al interior de ellos mismos. ¡Si supieran!, que sé matar ovejas como una
lunática. Y que carezco de identidad -en ese momento- para convertirme en un bicho raro
desnudo. Amo ese momento. Interpreto a una condesa enamorada del odio y
la ira. Solo así ofrezco visiones
estupendas ante cualquier percepción sensorial que me haga un "zoom"
en una cámara oculta. Una panorámica
como esta es difícil de encontrar en otra mujer. No por gusto soy una puta enmascarada.
Nada
me gusta más que encontrarme -en estas condiciones- con una pareja de amantes
desgraciados que buscan a una mujer filosófica
(como dicen que soy) para descargarse.
Ahí es donde me doy cuenta que todo les carece de identidad hasta que
aparezco yo: reina enamorada de su propia putería. Los amantes se miran con
alegría; frágiles como mariposas en viento fuerte de cuaresma, para dispararse
a contarme sus eternidades. Que al final
cualquiera se daría cuenta que solo te cuentan la más pura mierda constante de
cualquiera pareja que se digan amantes amorosos. Amantes fieles y leales. Amantes que acaban de tener sexo en cualquier
baño de terminal sin agua.
Un día
de estos partiré sin decirle a nadie de mi partida. Solo tomaré para esta
salida secreta una pequeña secuencia
rodada a muy corta distancia por otra mujer similar a mí. La filmo sin ningún
sentido tradicional. Lo hizo y ya. Verdaderamente nunca me dijo que le llamó la
atención en mí para que se enamorara de estas ganas incontenibles que muy a
menudo tengo de dormir en otro cuerpo. Y
siempre poseer un arco y una flecha para apuntar a las incontenibles ganas de prender
fuego a lo que me sea obstáculo. O a lo
que me sea nombrado como prohibido.
Esa
palabra me hace sentirme dentro de un desequilibrio pantera, que me da cierto
aspecto de niño malcriado que camina como
un gato feroz y nada como un delfín.
Odio este perfil que -me monta- muy a menudo. Sin embargo, estos ojos de puma que me caen
en la cara como un satélite es un opio perfecto para los que me llegan. Es cuando más me alaban. Soy un hachís perfecto para el más
superficial adicto.
Mi
aspecto de puta enmascarada mezclado a esa fiereza es como un poema crudo
seductor que me atrajo a un bohemio con cabellera enmarañada, labios carnosos,
ojos de puma como los míos. Así como un
porte petulante, burlón, sádico.
Aterrizo a mi lado como un brillante y sexy poeta. Macho dispuesto para sacar a pasear su
serpiente a toda hora que yo le pidiera.
No se lo pedí. No me gustan los
varones de portadas, aun menos los que salen de escuelas de cines. Solo le permití algo, me gustó su historia de
que padece de un indio americano hincándole el ombligo, los viernes de cada
semana.
Chocado
por mi indiferencia, agarró una borrachera que fue causante de su salida
urgente. En solo pocos minutos me
convertí en la Diosa de la Luna que había provocado que el monstruoso lagartijo
de salón saliera sorprendentemente, aunque no dejó de imponer su voluntad
inapelable. Hasta su indio americano se
desapareció, llevándose con él hasta el escenario que había montado como uno más
de sus pobretones panfletos de su dicho cine actual.
Fui -y
todos lo supieron- la causante de su exilio.
Cargué todos los indios que tenía hincado en su ombligo (no sé cuándo me
los traspasó) y también salí. Me fui
borracha. Todavía no había doblado la
primera esquina (aunque ya todas las esquinas están dobladas) me tropecé con un
camión cargado de indios que luchaban entre ellos ganando voces para gritarme: ¡Puta,
puta... Putica! Si no hubiera estado tan borracha, juraría que uno de los
tantos indios era el bohemio con ojos de puma.
Pero encima de mí llevaba toda la mucha publicidad que siempre atraigo, a un pretencioso dios griego
que me seguía después de más de una hora, y una tétrica y apestosa peste de
vampiresa alemana por todo el cuerpo, como otro de los tantos misterios de esa
noche.
Totalmente
alucinada por la borrachera y patrocinada por los indios, que ahora trepados en
mis pezones me succionaban toda mi identificación, encontré una puerta verde
que me invitaba a entrar. Dos luces de
mercurio iluminaban un cartel: BAR. Lo
sentí suficientemente práctico para planear -aunque fuera torpemente- una
autenticidad distinta a la que ya llevaba en mi vida nocturnal.
Allí
nadie me conocía. Allí podía ser yo sin
ser la puta enmascarada. Sin llevar ya
ningún trapo dentro de los sostenedores, y sin exigirme lástima, ni perplejidad
despiadada alguna. Y aunque la autoridad de aquellos coletazos de los indios me
estaban dejando lastimosamente ante cualquier admirador, decidí que allí, en aquel bar,
yo me iba a reivindicar fuera lo que fuera. Aliviada al oírme yo misma en mí ya
emparejada borrachera con el número de indios que crecían como mariposas en
madrigales húmedos, me colé en la barra del bar como una bomba de
terrorista. Yo quería apedrear al
mundo. Quería lograr hacerme un hueco
-no escurridizo- esquivando a todo aquel que me miraba exhibiendo aquellas
tetas todas ripiadas, que fueron las que constituyeron el mejor paliativo para
alentarme, aun mas, a sobrevivir de otra manera dentro de aquel
bar.
Mi
crisis de autenticidad se podía ver privilegiada de un momento a otro. Adopté otro estilo, otro talento (que por
cierto, era el verdadero mío) como nombre de pila dije Oscar. Me llamo Oscar... El feminismo del bar me
llamó la atención y me enamoré perdidamente del mismo. Nunca había necesitado tanto un lugar como
este, ahora más que me veía sin imitación ninguna. Solo siendo un Oscar puro, capaz de acunar
que las mujeres necesitan más que nunca de otras mujeres para sentirse las más
aburridas del mundo.
Y me
juro que si mañana mismo, cuando yo salga de este bar (ya menos borracha), me
tropiezo con alguien que se parezca a mi
Oscar, confieso así y públicamente, que me convertiré nuevamente -y otra vez-
en una puta enmascarada. Pero asesina.
Una cruel asesina, que solo matara a mujeres putas, lo juro otra vez. Aunque no dejaré de buscar al bohemio con sus
indios. Ese me la paga a mí...
Idania
S. Bacallao Iturria
Rancho
Veloz. Villa Clara.
Cuba
2015.
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